Introducción histórica
Nos encontramos en el año 270 d. C. Corren tiempos turbulentos. Tras un período de guerra civil de más de veinte años, el Imperio romano se ha dividido. Al este, los ejércitos de la reina palmireña Cenobia convergen en Egipto, guiados por su pura ambición por obtener estatus imperial tanto para ella como para su hijo. Al oeste, las provincias galas se han autodenominado la “Galia romana” y persiguen la independencia, apoyadas por los gobernadores romanos en Hispania y Britania. La ciudad de Roma y las tierras de Italia están en manos de un usurpador. En estos días de conflictos, un solo hombre puede unificar el imperio dividido: Aureliano, el soldado-emperador. Con apenas unos pocos aliados y enfrentado a una multitud de enemigos, su tarea parece poco más que imposible.
Entre los más temibles de estos enemigos se encuentra Persia. El imperio oriental va fortaleciéndose poco a poco bajo el liderazgo de la recientemente establecida dinastía sasánida. Los sasánidas han derrocado a sus gobernantes partos y, a continuación, se han aprovechado del debilitado estado romano, desestabilizándolo aún más mediante exitosas campañas militares. Es solo cuestión de tiempo antes de que los poderosos ejércitos orientales invadan tierras romanas una vez más.
Por último, al norte y al este, más allá de las tierras de los estados civilizados, las tribus bárbaras unen sus fuerzas con la esperanza de compartir las riquezas del vacilante Imperio. Cada frontera resulta atacada, desde el Danubio hasta el Rin. Los ataques bárbaros son cada vez más atrevidos, y cada incursión penetra aún más en territorio romano, dejando un reguero de desolación a su paso.
La situación es desesperada. Roma se muere. O al menos eso parece…